domingo, marzo 30, 2008




"La ciudad de los cigarros"








Una de las cosas más extrañas que existen en este planeta tierra son los concursos de cuentos o poesía. Quien sabe que metodologías usaran para evaluar cada obra…….el tema es que e publicado un cuento que mande el año pasado a un concurso ínterescolar, de una universidad que en este momento no recuerdo el nombre, en donde también participaban alumnos de primer año. El cuento se llama
“La ciudad de los cigarros” y creo que representa muy bien la totalidad de sentimientos que están conmigo cada día…y para mi, haber logrado plasmar eso es un gran logro y “creo” también de que haber logrado aquello es mas que suficiente que ganar cualquier concurso de literatura, o de lo que sea. Saludos, que disfruten el cuento.




***

Volando por los aires, respiro fehacientemente las últimas heladas que la noche ha de acontecer. Bajo por la cordillera, me sumerjo en la cuenca gris, oxidada e inundada de los humos de nicotina, expirados por cada uno de los orificios nasales de borrachos, `truculeros´, y mostachos manchados con la espuma de brebajes. Contemplo las inocentes cajas amarillas de los semáforos de la ciudad, las solitarias y bohemias veredas de Bellavista, Brasil, Dieciocho y La Moneda, resplandeciente bajo los opacos y turbios contrastes que la rodean. Me detengo y vuelvo a respirar. Mi pared está más hedionda que de costumbre, mañana sí que me voy de allí. Ahora, solo me queda dormir, que mañana será otro repetitivo día en la esquina de la Alameda con Morandé, junto a mis viejotes perros que ya se quedaron dormidos hace un buen rato.

Despierto con el esquizofrénico sonido de los dementes bocinazos de choques predeterminados, junto a groseros pitillos de taladros, martillos y piquetes de arreglos de calles del nunca acabar. Camino por el asfalto, llego al bandejón central, me instalo en mi pared de siempre y pienso -“Para que rajarme, hoy si que saco luca”-. De ahí en adelante, siguió lo normal: Comienzo mi sermón, tirando basuras a las autoridades, al porqué de pedir en la calle y estar como estoy. Entonces, comienzan a aparecer los perfiles de gente asustada, los pesados que nunca se cansan, además de los canutitos, que me llenan el buche de vez en cuando, ahora haciéndolo con cuatro pancitos centenos y dos sopaipillas con mostaza.

Pasaban las personas de siempre. Las viejas empapadas de sudor, llenas de bolsas y con los cabros chicos pegados a la teta. Los escolares pinganillas, conversando qué habladuría nueva. Los señores “juniors”, trayendo y llevando una cantidad de papeles que no leen ni porsiacaso. Para que hablar de los obreros de la construcción, los cartoneros, y los barrenderos, con el cuello torcido e indicando en una sola dirección. Pero hasta ese entonces, aún no pasaba ella. La maldita señora, que me desmembraba el corazón. Una mujer que era de esas que llaman “mujeres de verdad”, con su vestimenta tan estrafalaria y con su cuerpo rechoncho, pero escultural, impresionante, majestuoso. Su aliento era a uva humedecida en malta y grapa, y sus pasos impregnaban de un aura única al piso que era digno de recibir su caminar. Para que hablar de sus expresiones faciales, que no eran mas que las mismísimas máscaras del último crepúsculo del fin del mundo.

…Pasaron las horas y anocheció. No pude contemplarla, olerla o recibir sus benditas monedas con su sensual característico. Pensé que debía quedarme esa noche en el bandejón. Agarro el arrugado confort celeste de la mañana y limpio el lacre de mi pistola, mi única pertenencia que me defiende de algo que no se. El frió de la noche sucumbe mis tuétanos con pensamientos retorcidos. Suicidarme en la madrugada no es digno de estos plomos. Estarán en la antesala, mientras espero al tiempo para que algún día me ofrezca el momento en que tendré que defender “otra pertenencia”.

Estoy fatigada. Si es necesario romperme las piernas para llegar a mi departamento, lo haría sin pensarlo dos veces. La negrura absoluta del horrible cielo de invierno, repasado con mil tramas de grises nieblas y gases, que pudren el sulfuro de las estrellas traduciéndolas en olor a orina, alcohol y hospital, me impone un miedo estúpido y sin sentido. Sí, sé que me está siguiendo un tipo con cara de rana y otro flaco falopero con un bate en la mano. Si mi corazón se detiene, es simplemente porque ya están cerca. Si ya están al lado mío, es porque ya me golpearon. Y si estoy inconciente, es porque ahora estoy en su furgoneta. Con la cabeza reventada en el mundo de la nada.

En el viaje, voy con mi cuello apoyado en la ventana, revisando imágenes impregnadas en la gélida soledad de la noche urbana. Veo poca gente transitando, calles sin micros ni autos, mucho silencio y angustia, pero a la vez una extraña bohemia nocturna, que te dan ganas de tener ganas de dormir eternamente, echado en el asiento de tu auto. Abro los ojos y veo las luces de los camiones y de las luminarias, entrecierro mis párpados y se produce un efecto de multiplicidades de fulguras, que se ordenan como gruesas fibras de filamentos lumínicos, que parecen un arco iris barroco artificial. Las plazas y las calles me inundan en un sentimiento de que al estar afuera estás extinto, y los asaltantes, los fantasmas y espíritus de la noche te consumen, llevándote a un hoyo negro, eterno, sin salida alguna a la cargante, pero preciosa vida que pudo estar afuera.

Los dos tipos me sacaron de la furgoneta y me llevaron a empujones a un olvidado prostíbulo. En el fondo de todas las escaleras y pasillos, se encontraba una polvorienta habitación de un desgastado azul de nafta. En ella, me amarraron con cintas adhesivas a una pequeña silla de madera. Mientras lo hacían, veía como el cara de rana quemaba cucharas y el flaco afilaba un bisturí. Alcanzaron a amarrarme hasta la cara, sin embargo podía ver una sección de la ventana de la habitación.

Veía veredas hundidas en el vació de la lobreguez y supe que si moría ahí, no iba a morir, iba a desvanecerme. El frió de la noche, camino a mi casa, tomo un trago, veo televisión, veo a mi esposo, veo los colegios, las casas, todo, todo es putrefacto, no vale nada, todo es siempre lo mismo, la monotonía me fermenta la piel hasta enrojecer de sangre, de la sangre que quiero que se reviente, porque ahora, ahora estoy resignada a estar enterrada por dos mongolicos, enfermos del cerebro, escorias de mi muerte. Lo vi muy claro; Una burbuja de petróleo me encerraba dentro de ella. Desde ahora, estoy destinada a vivir en el anonimato de la madriguera del infierno.

Pero algo estaba pasando. Una pequeña abertura de luz se fijaba delante de mí. Era un conjunto de griteríos, golpes y disparos, que se escuchaban bajo la habitación del prostíbulo. La puerta se abrió y un desdeñado vagabundo con una pistola en la mano llegó con una vanidosa y extraña valentía. Los dos tipos saltaron con miedo por la ventana, al parecer por la sola presencia de él.

Por un momento, la retina del vagabundo se fijo con la mía, mirando hacia un infinito inexistente. Sí, claro que lo conocía, era el vagabundo de los sermones del día a día, del optimismo detrás de tanta soledad, de los ojos llenos de pasión contenidas por grisaseas prendas de lana inflable. Pero para su savia, ya era demasiado tarde.

Por la puerta ya rota, llegaron tres policías que no dudaron en dispararle. Vi que el vagabundo recibió dos certeros disparos en su cuello y vientre, cayendo directo a las desordenadas llanuras de una cama. Entre los muebles llenos de inciensos y la penumbra rebalsada de humeantes luces rojas, él miraba de frente un crucifijo ensangrentado en la pared. Yacía su cuerpo paralizado, mezclado con el charco de sangre esparcido entre las sabanas y el níveo polvo de cocaína junto a las hirvientes cucharas metálicas.

Desde el momento en que me sacaron de allí, no pude más que pensar en él. Y días después, cuando supe que seguía vivo, no pude más que ayudarlo y sacarlo de su vagabundez. Entregarlo a la sociedad de los cursos horribles e irme de esta maldita ciudad con olor a asfalto y nicotina, expirada por cada uno de los orificios nasales de todas las personas que alguna vez han pisado esta tierra.

Estuve tres días en coma. Al despertar, supe que fui un verdadero héroe nacional. De esos pasajeros, que después nadie se acuerda, pero que por el momento son grandiosos. Además, de la nada me salió una pega de obrero, en la construcción de un edificio cerca del Santa Lucía. Empecé a ganar dinero, empecé a tener muchas pertenencias, arrendé una casa bien humilde y mis fieles perros por primera vez corrían a salvo en un peladero bien bonito. Sin embargo, era un verdadero sonámbulo. Mis nuevas prosperidades no cubrieron por completo estos imperfectos ojales que la amargura dejo en mi alma. Poros que quedaron debido a que de ella no volví a saber más. Se fue quién sabe donde. Al parecer no querría verme más a mí, a Santiago, y a sus inmundicias del día a día.

Pero tal vez también se dio cuenta de que ella quería algo aun peor. Ya que aquí, en la ciudad de los cigarrillos, de la luz humeante, y de las aves de fieltro, la felicidad existe. Si es así, que viva la imperfección y el desequilibrio. Si es así, yo seré Santiago. Hasta la eternidad.


5 comentarios:

Monzack dijo...

varias veces había recordado este lindo texto, envuelto de un aire que sólo tú puedes darme a conocer.

discúlpame que no te haya podido dar mi comentario en esa época. debí habértelo dejado en un correo.

es bello y coherente, las palabras bailan con toda naturalidad


q estés muy bien, nos leemos


PD: no sé sobre bob dylan he escuchado 2 disco y ninguno me ha gustado, la cancion q me enviaste ya la habia escuchado y puesto en la misma categoría q los 2 discos :(

BUDOKAN dijo...

Me ha gustado mucho este texto que nos entregas. Me gustaría que postearas más seguirdo, ya que la calidad es muy buena. Saludos!

BELMAR dijo...





«Si las puertas de la percepción se abriesen, todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito.»

Andrea P. dijo...

..


hola...
lo voy a comprimir, luego lo subire para que lo descarges, lo que es yo no lo eh visto entero aun me e puesto aver otras peliculas jeje


saludos

.

M i b e l l dijo...

Hasta la eternidad.